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Las manos jóvenes que nos dan de comer

Por Radio Bilingue
Publicado 16 agosto, 2019

Para cortar el rabo de las cebollas se usan tijeras tan filosas que pueden cortar un dedo.

Por Valeria Fernández / Karen Coates
Pacific Standard



Un viento persistente recorre los surcos en un interminable campo cebollero en el Valle de Río Grande en Texas. Es una calurosa mañana del fin de semana de Pascua. Berenice, de 16 años y su hermano Salvador Jr., de 10, con el cuerpo encorvado desentierran el vegetal de olor penetrante lo más rápido que pueden.

Cuando arrancan las cebollas del surco, les cortan el rabo con unas tijeras tan afiladas que por un error de cálculo pudieran cortarse un dedo, y las colocan en un gran contenedor a un lado. En otro surco su papá Salvador y su mamá Mireya hacen lo mismo.

“Los traigo nomás para que vayan aprendiendo cómo se gana el dinero para que le echen ganas al estudio”, dice Mireya.

Tanto ella como su esposo son inmigrantes indocumentados de Veracruz, México, y pidieron que no se usara su nombre completo por ese motivo. A veces trabajan 7 días a la semana y para ganar 16 dólares tienen que llenar 40 cubetas de 25 libras cada una. Avanzan más rápido los fines de semana cuando llevan a sus dos hijos a trabajar, aunque a Berenice no le es muy agradable pizcar cebollas bajo el sol.

Ambos hermanos no son la excepción, más de medio millón de menores trabaja en la agricultura en Estados Unidos y es perfectamente legal. Un niño de 12 años puede ser empleado en cualquier granja o campo agrícola siempre y cuando no trabaje durante su horario escolar y sus padres le den permiso. Y si la granja es de la familia, no hay un límite mínimo de edad, dice:

“De hecho no hay una edad mínima para que un niño trabaje en la granja de su familia, así que si tienes, 6, o 7 u 8 años y estás ayudando a tus papás o a tus abuelos, ese es un tipo de trabajo completamente sin regulación”, explicó Margaret Wurth, investigadora de la división de Derechos de los Niños en Human Rights Watch.

Defensores de los derechos humanos sostienen que el trabajo agrícola infantil no sólo es riesgoso y mal remunerado sino que también afecta la salud y el futuro educativo de los menores. Critican que la Ley de Normas Justas en el Trabajo haga una excepción para que menores de 16 años sean empleados en la agricultura y laboren en condiciones que el mismo Departamento de Trabajo considera riesgosas en otros casos. En otras industrias, para que los jóvenes pueden trabajar deben tener cuando menos 18 años. Como resultado de esto en promedio diariamente 33 niños se accidentan y lastiman en el trabajo agrícola.

Aún más, de acuerdo a la Oficina de Rendición de Cuentas, una agencia federal de vigilancia gubernamental, aunque los niños en la agricultura sólo representan casi un 6 por ciento de los que trabajan, son los que sufren más de la mitad de las muertes laborales. En lo que respecta a la protección del trabajo infantil, Estados Unidos va a la cola de países como Brasil, Indonesia y Zimbabwe, afirmó la investigadora Wurth.

“Lo que distingue a Estados Unidos de todos estos otros países es cuan débil es la ley. Ninguno de estos países permite que los niños trabajen legalmente en granjas a la edad de 12 años… Es increíble que en 2019 ese sea el estatus de las leyes laborales sobre los niños en cuanto a la agricultura”, expresó.

Berenice de 16 años, junto a su hermano Salvador Jr. de 10 años ayudan a sus padres Salvador y Mireya durante el fin de semana de Pascua cuando están fuera de la escuela.

Sin embargo, la solución no es tan sencilla como simplemente reformar las leyes para prohibir el trabajo infantil agrícola. Muchas veces los padres ganan menos del salario mínimo. No les pagan horas extras, ni tienen seguro médico. Si fueran remunerados justamente, no llevarían a sus hijos a trabajar, dijo Norma Flores, del proyecto de Migrantes Head Start en la costa este.

“La raíz de esto es la pobreza. Muchos de estos niños están trabajando por necesidad y no porque es algo que ellos desean. Y sus familias desean algo diferente para ellos también”, puntualizó. “No se les valora el trabajo a los campesinos. Muchos de ellos aunque trabajen 40, 50, 80 horas a la semana no les alcanza, simplemente porque el sueldo no se les está dando según lo que necesitan ellos para vivir”.

Muchas familias llevan a sus hijos al campo para que aprendan a valorar el trabajo duro y porque darles un futuro mejor y una educación sería imposible sin el aporte económico de toda la familia. Cuando se acaba la cosecha en el Valle de Río Grande estas familias siguen una ruta hacia el norte. En el país, todos los años un promedio de 300 mil menores de edad migran desde Texas y otros estados, hacia campos de cultivo en sitios como Michigan y Wisconsin; y por eso muchos jóvenes abandonan la escuela antes de que termine el semestre escolar y regresan cuando ya iniciaron las clases, perdiendo valioso tiempo de aprendizaje. Pero esto no es nada nuevo, es una forma de vida que se va heredando de generación en generación.

Roberto García lleva casi 20 años trabajando como consejero del Programa de Educación de Migrantes en la escuela preparatoria Edinburg High School en Texas. Este programa fue creado hace más de medio siglo para brindar apoyo educativo a estos jóvenes trabajadores migrantes, para que puedan continuar sus estudios y no abandonen la escuela.

García siempre viste de traje, y tiene su oficina empapelada de banderines de universidades que le envían sus exalumnos ya graduados. Esta mañana tiene una carpeta roja sobre su escritorio donde revisa los grados y la asistencia escolar de Charito Talavera, una joven estudiante que todos los años migra con sus padres siguiendo la ruta de los cultivos agrícolas. Talavera le comenta sobre un desagradable incidente.

“En Georgia eran un poco racistas y no me querían en la escuela”, dijo la joven de 15 años.

García no se sorprende con historias como esta, porque se ve reflejado en cada uno de sus estudiantes. Él también creció en una familia que migraba. Es el hijo número 18 entre 21 hermanos. Ninguno de ellos, con la excepción de Roberto, pudo completar la secundaria.

“Nos sacaban de la escuela para irnos a los trabajos como en el mes de marzo que era antes de que terminaran las class, y cuando regresábamos a la escuela teníamos que repetir o nos quedábamos en el mismo grado”, compartió Talavera.

En esos años no existía el programa de educación de migrantes y además había mucha discriminación. No sólo les prohibían hablar en español sino que además los concejeros no los motivaban a seguir una carrera universitaria, dijo el concejero García.

“Cuando estaba yo para el high school era cuando estaba la Guerra de Vietnam y muy clarito nos decían: ‘No, tú vas a entrar al servicio militar y te vas a ir para la guerra’. Nada de cómo entrar a un colegio, nada de cómo firmar formas para becas nada de eso. Hasta el día de hoy no entiendo por qué pasó eso, pero nos pasó y nos hizo más fuertes hoy en día”, recordó.

Es por eso que García siempre les recuerda a sus estudiantes que no se olviden de dónde vienen, que entiendan que el trabajo en el campo es algo digno, en especial si su familia es encabezada por una madre soltera.

“Para ellos es parte de su vida, es el trabajo de ellos, tienes que participar para que nosotros tengamos los fondos para poder vivir”, afirmó.

Salvador Jr de 10 años levantando un balde de cebollas.

Aunque los tiempos están cambiando y las familias cada vez le dan más importancia a la educación de sus hijos. Antes, los padres no permitían que sus hijas fueran a la universidad, ahora es distinto, destacó García. Una de ellas es su exalumna y enfermera, Leslie Limas Treviño. Todos los años Limas Treviño viaja durante el verano con sus dos niños para apoyar a sus padres, que aún trabajan en el campo. Aunque los pequeños no están en edad, ella dijo que la experiencia les enseña algo.

“Tienen que saber el valor de las cosas sabiendo de dónde vienen y de dónde vienen ellos”, dijo la profesional.

Cuando García comenzó a trabajar en este programa especial, el Distrito Escolar tenía registrados casi 5 mil estudiantes que migraban; la cifra disminuyó drásticamente, ahora son poco más de mil 500. El consejero explicó que una razón es porque muchas compañías están usando maquinaria agrícola, pero también porque muchos temen salir de Texas y toparse con un retén migratorio, una dura realidad para muchos de sus estudiantes como Reyes.

Una tarde de octubre después de clases, Reyes, de 16 años describe el trabajo que realiza en el campo desde que tenía 9. Se sube a un vehículo que jala una plataforma llena de cajas que tiene que llenar con espárragos. Para pizcarlos se pasa todo el día con la espalda tan encorvada que se puede tocar los pies. Corta los espárragos con las manos, como si fueran tijeras. Si no lo hace cuando están frescos, al día siguiente se puede lastimar los dedos dolorosamente sin poder arrancar los tallos endurecidos. “Se te pueden quebrar o desgarrar y te duele”, expresa.

El primer año que Reyes migró hacia Michigan fue con su padrastro Carlos y su madre María Magdalena, quien está en proceso de obtener sus documentos de migración, y nos pidió que no usáramos su apellido por ese motivo. Es por eso que al año siguiente, su esposo no quiso que ella se arriesgara a viajar y pudiera ser detenida por la Patrulla Fronteriza en un retén 50 millas al norte de Edinburg. Ante esto, Reyes no lo pensó dos veces y se ofreció a viajar en su lugar.

“‘Mami, yo quiero ir para allá para poderles ayudar a ustedes’. Y yo le dije: ¿Tú quieres ir? ‘Sí, mami, yo quiero ir’. Una tía de mi esposo ofreció que ella lo llevaba… Pero en estos años que él ha estado allá, él ha sufrido mucho. Estoy bien orgullosa de él porque ahorita jóvenes de la edad de él son muy pocos los que quieren trabajar y quieren salir adelante”, dijo María Magdalena.

Al principio Reyes tuvo experiencias muy difíciles. Otros niños trabajadores agrícolas se burlaban de él y también alguna gente del pueblo donde fue a trabajar. A veces por la forma en la que estaba vestido, o cuando le tocaba salir a comer cubierto en tierra, la gente lo miraba con menosprecio y lo obligaban a sentarse en un sitio apartado.

“Lo entiendo. Pero tienen que tratar de ser un poco más amable y no juzgar a las personas que están haciendo tu comida”, recordó Reyes.

Para él, el sacrificio vale la pena, nunca le gusta tener los bolsillos vacíos. Con el dinero que gana puede ayudar a su padrastro a pagar algunas cuentas y solventar los gastos de high school, como ropa y útiles escolares. Eso es muy importante para Reyes porque está seguro de que algún día se convertirá en arquitecto. También tiene la esperanza de poder comprar un automóvil para llevar a su abuelo a los tratamientos de diálisis.

“He sufrido mucho, pero yo tengo que ayudar a mi familia a salir adelante. Si yo no lo hago, ¿quién lo va a hacer?”, compartió entre sollozos.

Con la intensión de ayudar a estos jóvenes la representante federal por California, Lucille Roybal-Allard presentó un proyecto de ley que si se aprueba aumentaría la edad mínima en la que un menor puede trabajar en el campo. Muchas organizaciones de derechos humanos piensan que no se soluciona sólo con eso. Muchas veces los consumidores se fijan en etiquetas que informan que las verduras y frutas están libres de pesticidas, o que ningún animal fue dañado en su producción. Andrea Delgado, directora de asuntos legislativos de Earthjustice, dice que es necesaria una etiqueta que diga: “Este producto llega a ustedes, y ningún trabajador se enfermó o envenenó antes de que lo recibieran”.

La temporada de las cebollas en el Condado Hidalgo en el Valle del Río Grande.

Si los consumidores pagaran 21 dólares más cada año por sus frutas y verduras, los trabajadores del campo pudieran percibir un aumento salarial, algo que beneficiaría a todos, muestra un estudio económico de la Universidad de California en Davis.

Son las 5 de la mañana un sábado de octubre y con la luz de la aurora Salvador prepara su tractor para sembrar caña de azúcar. El sol tiñe las nubes color de rosa mientras un grupo de hombres se sube a una plataforma de metal con ruedas enganchada al tractor de Salvador y desde allí arrojan trozos de caña. Les sigue una cuadrilla de mujeres que los recogen y los acomodan. Allí está Mireya.

“No más alineamos la caña con un palito, que vaya bien alineada para que la tape el tractor…”, dice Mireya mientras se apresura a acomodar los trozos.

En un par de horas comenzará el calor intenso y algunos mastican caña para mantenerse frescos. En esta ocasión Mireya y Salvador no traen a sus hijos porque este trabajo es peligroso. Berenice se quedó en casa cuidando a su hermano menor. Tienen todo el día por delante, el tractor va y viene por surcos que se extienden hacia la eternidad.

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