La policrisis alienta las protestas en Perú
Por Peter Schurmann Ethnic Media Services
El racismo arraigado, la disfunción política, la degradación medioambiental y el aumento de la desigualdad están alentando las protestas en Perú, que ya han cobrado 70 vidas, en su mayoría indígenas.
La “policrisis” es un término emergente que está siendo utilizado cada vez con mayor frecuencia dentro del lenguaje de los legisladores y los responsables de la toma de decisiones a escala mundial, desde las universidades de élite hasta las salas de reuniones en Davos. El término es amplio en su definición; casi como una ameba, se transforma para envolver los numerosos retos a los que se enfrenta la humanidad, desde la catástrofe climática a la pobreza, el hambre, la guerra, la migración masiva y el declive de la democracia.
A principios de diciembre Perú estalló en protestas después de que el ex presidente de la nación latinoamericana, Pedro Castillo intentara tomar el poder. Desde entonces unos 70 manifestantes han muerto, presuntamente a manos de las fuerzas del orden local. Los manifestantes, muchos de origen indígena, exigen la dimisión de la actual presidenta, Dina Boluarte y la revisión de la Constitución. Boluarte, exmiembra del partido marxista, Perú Libre, ha girado a la derecha para poner fin a las protestas. Ninguna de las partes parece dispuesta a ceder.
Las divisiones puestas de manifiesto por las protestas en Perú se ven alimentadas por algunos de los niveles más altos de desigualdad en uno de los rincones más desiguales del mundo, donde las tasas de mortalidad durante Covid se dispararon muy por encima de los promedios mundiales y donde el crecimiento económico esporádico y la degradación del medio ambiente han ido de la mano durante mucho tiempo. Perú ha tenido seis presidentes en siete años, y tres parlamentos diferentes. Una encuesta de 2021 reveló que apenas una cuarta parte de la población del país está satisfecha con el régimen democrático, la cifra más baja de todos los países de América Latina excepto Haití.
Es pues, en definitiva, la encarnación viva de una policrisis.
El fotoperiodista y fundador de Península 360Press, Manuel Ortiz tiene una larga experiencia cubriendo conflictos en América Latina, desde la violencia de los cárteles en México a la guerra civil en Colombia y los disturbios sociales en Honduras y El Salvador. Acaba de regresar de un viaje de 10 días a Perú, que describe como uno de los “más intensos” de su larga carrera. Aunque las condiciones en Perú son únicas en el país, el panorama general, dice Ortiz, es una advertencia para el mundo de lo que ocurre cuando se permite que las divisiones sociales se enconen, cuando las instituciones fallan y cuando la calamidad se precipita para llenar la brecha.
¿Usted ha descrito su experiencia en Perú como una de las más trágicas que ha vivido en América Latina. ¿A qué se debe?
He sido testigo de cómo el gobierno de Colombia disparaba sistemáticamente a los ojos de jóvenes manifestantes. Y he visto mucha violencia en México. Pero en Perú, parece una política de exterminio. Están utilizando francotiradores… Los vi en Cuzco. Me reuní con la familia de Remo Candia Guevara, quien recibió un disparo en el pecho durante una protesta el 11 de enero, cerca de la ciudad. Era un líder quechua local, alguien a quien todo el mundo recurría, especialmente cuando estalló esta última crisis. Días antes de su muerte dijo a su familia que lo estaban siguiendo. Ellos le instaron a que no se uniera a las protestas, pero acudió de todos modos después de que miembros de la comunidad le dijeran que era necesario. Hay un vídeo en el que se le ve a la cabeza de la multitud. Sin armas… sin piedras, sin palos. La policía dispara gases lacrimógenos. Remo intenta agacharse detrás de un poste. Es entonces cuando recibe un disparo en el pecho. Murió en el hospital poco después. Su familia me dijo que la policía lo tenía como objetivo. Sabían quién era.
¿Usted asistió al acto conmemorativo al cumplirse un mes de su muerte. ¿Qué escuchó de la comunidad?
Al principio la gente estaba nerviosa. Pero a medida que avanzaba la celebración, empezaron a hablar con nosotros. Nos daban las gracias por estar allí, como miembros de la prensa internacional. Hablaban de que los periodistas de Lima nunca hablan ni visitan a las comunidades quechuas, que muchos peruanos -según nos enteramos- suelen comparar con terroristas. Se sienten como olvidados.
Al día siguiente compartimos el desayuno. Jugué con sus hijos y me preguntaban: “¿Cuándo vuelve papi a casa?”. Más tarde nos dirigimos a la cima de una colina cercana, donde cientos de personas se reúnen para plantar árboles. Es parte de la tradición quechua, algo que hacen cada 10 años aproximadamente para reforestar las montañas circundantes. Pero este año tenía un significado adicional. Muchos de los allí presentes me dijeron que creían que Remo vendría a habitar los árboles y la montaña, y que velaría por ellos.
¿Qué le han dicho los manifestantes sobre sus reivindicaciones? ¿Qué buscan?
Muy pocos de ellos mencionaron al anterior presidente, Pedro Castillo, a quien la mayoría votó. Su principal demanda es la dimisión de la actual presidenta. Algunos incluso me dijeron que si dimite hoy se acabarán las protestas y podrán negociar otras cuestiones. Se sienten traicionados por Boluarte, alguien que vino de la izquierda pero que ahora está alineada con la derecha peruana. También sienten que la Constitución no les representa y exigen que se reforme para que refleje mejor las preocupaciones de la comunidad indígena.
¿Qué te han dicho los peruanos de a pie con los que te has reunido sobre la crisis actual?
Los peruanos están muy divididos. Cuando aterrizamos le pregunté a nuestro conductor de Uber qué opinaba de la situación. Llamó terroristas a los manifestantes. Le mencioné a los manifestantes asesinados por la policía y me dijo que merecían morir. Les llamó ignorantes. No lo podía creer. Estaba escandalizado. Nunca había visto el tipo de racismo antindígena que encontré en Perú. Pero luego enciendes la televisión y eso es lo que ves en las noticias, intercalado con anuncios de empresas mineras que operan en el sur de Perú, donde vive la mayoría de las comunidades indígenas.
Pero también conocimos a un taxista, un padre de familia de Cuzco al que contratamos para que nos llevara a las montañas. Había crecido cerca de las comunidades indígenas, pero apenas tenía contacto con ellas. Mostró un tibio apoyo a las protestas, pero también tenía recelos hacia los manifestantes indígenas, diciendo que habían hecho “cosas malas”. Pasamos varios días juntos, durante los cuales escuchó el testimonio de quechuas cuyos seres queridos habían muerto en las protestas. Cuando nos despedimos, nos dio las gracias. “Me has enseñado algo de mi país que desconocía”.
También entrevistó a un jefe de la policía local durante una protesta en Cuzco. ¿Qué impresión le causó?
Llegó a la plaza principal de Cuzco, donde se dirigió a un grupo de periodistas peruanos. Pero no fue una entrevista. No hubo preguntas. Se limitó a enumerar los delitos cometidos por los manifestantes y le aseguró a la prensa que la situación estaba bajo control. Le solicité una entrevista y cuando le pregunté acerca de la muerte de manifestantes a manos de la policía, se enfadó visiblemente. No sé si fue entonces cuando empezaron a seguirnos -nos fotografiaron varias veces durante nuestro viaje-, pero muchos activistas con los que hablé aquí me han dicho que están en el punto de mira.
Más de 70 personas han muerto desde que comenzaron las protestas en diciembre. ¿Quiénes son y qué ha sabido de sus amigos o familiares?
Las personas que han muerto son en su mayoría pobres, muchos son jóvenes, algunos son niños y otros ancianos. Algunos de los fallecidos simplemente quedaron atrapados en el fuego cruzado cuando pasaban por allí. No tenemos cifras exactas de muertos y heridos, en parte porque ha habido informes de manifestantes detenidos por la policía en hospitales locales. Muchos temen recibir tratamiento médico.
Nos reunimos con un numeroso grupo de familiares de víctimas en la iglesia Pueblo de Dios, de Juliaca, en el sur. Pensábamos que íbamos a hablar con una o dos personas como mucho. Pero cuando los vecinos se enteraron de que estábamos allí, empezaron a inundar la iglesia. Llegó un momento en que estaba casi llena. Nos dijeron que los medios de comunicación no habían venido nunca a escuchar sus historias. Todavía recibo llamadas de personas que no pudieron ir a la iglesia ese día. El sacerdote se llama Padre Lucho. Procede del movimiento de la Teología de la Liberación y ha convertido su iglesia en una especie de centro comunitario, donde acuden en busca de consejo, los heridos y personas con duelos o aflicciones y donde se envían donativos para apoyar a las comunidades locales.
El Padre Lucho está recopilando una lista de heridos y muertos. En cierto modo, es un baluarte contra una represión aún más severa. En un momento dado le pregunté cómo aguantaba y cómo es que parece llevar constantemente una sonrisa. Entonces se le saltaron las lágrimas… “Le caigo bien a la gente y a mí me gusta la gente”.
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