El urgente voto por la estabilidad o el caos
Maribel Hastings y David Torres
Mientras el presidente Donald Trump desafía al Coronavirus con rallies repletos que se han convertido en focos de contagio, aunque a sus leales seguidores no les importa, a través del país hay otros lugares igualmente repletos. Pero estos otros son sitios llenos de electores que están haciendo largas y, en muchos casos, lentas filas para poder ejercer su derecho al voto antes del día oficial del sufragio en persona, el 3 de noviembre. Es una señal de que millones no están dejando nada a la suerte, sobre todo ante las amenazas de Trump de impugnar los resultados si pierde la reelección.
Es, de hecho, un mensaje tácito y explícito de una ciudadanía que aún cree en la democracia y en los valores que esta emana, en función de una respuesta pública urgente y civilizada a una anomalía política que se está exacerbando al paso de los días. Es decir, si todo fuera normal como en elecciones anteriores, el grueso de los votantes no viviría en esta especie de estado de emergencia electoral y esperaría paciente al día de los comicios, que suelen ser más festivos que preocupantes.
Por ejemplo, hasta ayer domingo, casi 28 millones de estadunidenses habían votado de forma anticipada a través del país, según un análisis de la firma Target Smart. El 53 por ciento de los votos por adelantado corresponde a demócratas y el 36% a republicanos. La participación demócrata es seis veces más que la cifra de sus votos anticipados para la misma fecha en 2016, mientras que la participación republicana es cuatro veces mayor. Asimismo, 2020 está registrando un aumento en la participación de todos los grupos étnicos, comparado con 2016, según el mismo análisis.
Estas cifras comparativas corroboran que el entusiasmo de antaño se está convirtiendo en la preocupación de hoy, en el sentido de que no solamente se desea preservar el sistema democrático estadunidense sino que no se vicie aún más, como en 2016, la voluntad popular traducida en votos, que es la base misma de la democracia.
Lo interesante es que la idea generalizada era que la pandemia iba a asestar un golpe a la participación electoral, pero hasta el momento la historia que emerge parece ser todo lo contrario. Quizá por la misma pandemia o previendo imprevistos el día de la elección, millones han decidido sufragar por adelantado en persona y por correo.
En efecto, el COVID-19 se ha venido a sumar también como catalizador político en este proceso electoral entre quienes se han entregado de lleno a negar su existencia y quienes han preferido seguir todos los protocolos de seguridad ante esta emergencia de salud pública. Y en medio de estas dos vías, sin embargo, de lo que se trata es de ejercer un derecho inalienable con sabor a urgencia en este 2020.
Por supuesto que nada está escrito en piedra hasta que se tabule el último voto, y aun así cualquier cosa puede suceder con un presidente que se ha dedicado a desligitimar el proceso electoral diciendo que el voto por correo es “fraudulento” y se ha negado a declarar si aceptará los resultados en caso de perder, mutismo que presagia inestabilidad poselectoral que a nadie conviene.
De hecho este fin de semana en uno de sus mítines de campaña Trump dijo incluso que el demócrata Joe Biden es el “peor candidato” en la historia y que si pierde ante el demócrata “quizá tenga que irme del país”.
Si Trump en realidad creyera plenamente en la democracia ni siquiera se atrevería a mencionar esto último, situación que es propia de regímenes dictatoriales que sí persiguen a sus opositores y a sus críticos. A no ser que tema a que todas las investigaciones en su contra se traduzcan en cargos una vez vuelva a ser el ciudadano, si no es reelecto.
Sucede que tras su desastroso primer debate presidencial seguido por su diagnóstico de COVID-19 y los sondeos nacionales que, hasta ahora favorecen al demócrata Biden, la conducta ya errática del presidente Trump se ha exacerbado. Si antes quedó claro que Trump carece de la capacidad para liderar a esta nación, ahora no cabe la menor duda.
Durante los pasados casi cuatro años de administración Trump ha reinado el caos en nuestra política doméstica y exterior. Sus políticas públicas, sobre todo en inmigración se sostienen en odio, xenofobia y racismo, tomando como chivos expiatorios permanentes a los indocumentados y a sus familias sin darles tregua ni un solo momento; de hecho, parece divertirle su forma de maltratarlos. Su desdén por nuestro sistema democrático ha ido en aumento, actuando como si las instituciones y las agencias existieran para servirle a él personalmente o para avanzar su agenda y no la de la nación.
Es decir, su afición por dictadores, sus sórdidos problemas fiscales, su descaro en utilizar la presidencia para su beneficio económico personal, su afán por atizar divisiones raciales, su simpatía por supremacistas blancos, su menosprecio por la ciencia y más recientemente su mal manejo de la pandemia son sólo algunos de los asuntos que evidencian que este presidente representa una amenaza para este país. Otros cuatro años de Trump pueden asestar daños que tomaría décadas revertir; o, en todo caso, que regresaría décadas a Estados Unidos hasta colocarlo en un momento en que las minorías no contaban y eran ultrajadas por discriminación y racismo en función del privilegio blanco.
De momento los votantes están evidenciando un entusiasmo en participar del proceso electoral, ya sea en pos de un cambio de mando que traiga cordura y estabilidad, o cuatro años más de caos.